Teresa de Calcuta

Autor: Miguel de Aranguren

 

 

Recuerdo, Madre Teresa, el primero de nuestros encuentros. Nos habíamos congregado en la plaza Mayor de Madrid unas cuantas familias, para darte la bienvenida a ti y a tus hermanas, que abrían su primera casa en España. Como soplaba un frío serrano, habías coloreado tu sari albo con una chaqueta de lana gris y unos calcetines que no escondían, bajo las tiras de unas sandalias usadas, la difícil orografía de tus pies. Se hablaba mucho, por entonces, de la Ley del aborto. Algunos protestaban, con vehemencia, porque se abría la puerta al infanticidio quirúrgico. Otros se quejaban, también con vehemencia, porque aquellos supuestos les parecían pocos. Entonces hablaste, serenamente, para afirmar que una sociedad que no protege a los más débiles, no puede cimentar la civilización del amor. Y pediste, con voz algo más fuerte, en ese inglés racial de tu Calcuta, que te entregaran todos aquellos niños a los que las circunstancias les iban a impedir respirar la vida. Tú los cuidarías, los educarías, les ofrecerías el legado de los días y las noches, frente a la oscuridad helada de la muerte.  

            Muchos años atrás, cuando traqueteaba un tren rumbo al Himalaya, Dios te pidió que transmitieras su amor a quienes más lejos parecen estar de su misericordia. ¿Incluso a los asesinos? Incluso; y amor de predilección, añadías. ¿Incluso a los travestidos que se prostituyen por las calles? A esos, con mayor empeño. Al contemplar las multitudes congregadas en la plaza de San Pedro, me pregunto a cuántos moribundos susurraste, en sus últimos latidos, la alianza inquebrantable que Dios ha sellado con el hombre. Les hablabas de la herencia que les aguarda tras el último estertor, riquezas que dejarían boquiabierto al hombre más rico de este mundo limitado.  

            Años después viajamos en el mismo avión, desde Holanda a Kenya. Pero no me percaté de tu presencia hasta que aterrizamos en el aeropuerto de Nairobi. A pesar del Premio Nobel, a pesar de las invitaciones que recibías para hablar en los parlamentos del mundo, a pesar de la admirada curiosidad que despertabas en cantantes, princesas y magnates, pasaste desapercibida entre la multitud de viajeros y turistas. Cuando te detuve, desenredaste el rosario de tu mano sarmentosa y me susurraste una bendición. Me envolvió una sensación extraña, una paz imprevista, sobrecogedora, como si tu voz me hubiese regalado un anticipo del cielo.  

Venías a visitar a tus misioneras de la Caridad, mezcladas en un océano de chabolas, barro, basura y polvo. Rezaste mucho junto a ellas, encogida sobre el suelo de aquella capilla cuya única riqueza era un sagrario dorado y la cruz escandalosa junto a la leyenda “Tengo sed”, sempiterna súplica del hombre abandonado a su suerte. Si algún día se acabaran los pobres, si de repente nadie necesitara vuestra comprensión, os dedicaríais a rezar, a devolver con adoración y asombro cada uno de los dones con los que ilumináis la tierra.  

            Años después cruzamos una breve correspondencia. Estabas muy enferma, y habías limitado tus desplazamientos por el mundo. Acompañaste, eso sí, a tus monjas cuando abristeis la primera casa en la recién desmoronada Unión Soviética. El presidente Gorvachov, todavía confuso por aquel rápido desmigarse del más férreo de los sistemas, te pidió algún consejo para vivir sereno. Le contestaste, tomándole de las manos: <<considere a menudo que es hijo de Dios.>> En una de tus misivas, junto al semblante de un niño dormido sobre la palma de una mano adulta, me recordabas que la familia unida es la espina dorsal de la felicidad. En otra, insistías en que debíamos seguir trabajando por la paz del mundo (tú, desde tu misión universal de caridad; yo, desde mi inadvertido lugar como esposo, padre, escritor y ciudadano). Me recordabas, con una de tus incisivas frases, que <<la paz verdadera proviene del amor gratuito y del respeto a la dignidad de todo ser humano, venga de donde venga, tenga la historia que tenga.>>  

            Ahora Juan Pablo II, al que recibiste al umbral de tu casa de los moribundos para que asistiera a los desheredados que, en aquel momento de su viaje oficial a la India, acogían tus últimos cuidados, te eleva a los altares y te convierte en intercesora de esta humanidad herida, haciéndote merecedora de culto público entre los santos. Supongo la alegría en tus casas de Madrid, Nairobi y Bombay, en las que conocí tu extraordinaria labor. Supongo el alborozo de quienes encontraron abrigo entre tus brazos, de aquellos que, por primera vez en su lastimosa vida, sintieron el calor de una caricia. Cuando me alcance el último momento, quisiera, como ellos, el consuelo de tus manos nudosas, que me impulsen, por encima de mis débiles fuerzas, hacia las promesas que alimentaste.