Javier, El Divino impaciente

Autor: Ramón Aguiló, sj

 

Recordaremos siempre a este Misionero excepcional, Francisco de Javier, como “El Divino Impaciente”, el título que un gran poeta y escritor de dramas, José María Pemán, puso a la obra seguramente más recordada, en la que presenta la vida del Santo Navarro, compañero y amigo íntimo del fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola. Este año 2002 tiene una referencia muy especial a Francisco, porque este hombre inquieto, conquistador, incansable, murió en una choza de la isla china de Schang Csang, frente a las costas del inmenso continente oriental, hace precisamente 450 años, cuatro siglos y medio, el día 2 o 3 de Diciembre del año 1552. Nosotros, con ocasión de este hecho, lo queremos recordar. Porque Javier ha sido y es un gigante de la santidad misionera, cristocéntrica, hechura de su amigo de Loyola. Este le formó a través de los Ejercicios Espirituales y dándole prudentes consejos para moderar sus ímpetus, y seguir el camino de la paciencia acogedora y solidaria. La paciencia de Loyola triunfó. 

En la Iglesia de Monte Sión de Palma de Mallorca estoy viendo y contemplando cada día, unas bellísimas obras del arte barroco. Cuando pasamos por la calle del Colegio y de la iglesia de los jesuitas y llegamos a la pequeña plazoleta del templo, todos y todas, los turistas y los que no lo son, y hasta los que residimos allí, levantamos nuestros ojos hacia la fachada, y nos detenemos unos segundos ante ella, admirando los retorcidos elementos de aquel arte llamado “jesuítico”.  Vemos, presidiendo, la imagen de María, y a sus dos lados, las figuras inconfundibles de San Ignacio de Loyola, el fundador, y  la de San Francisco Javier, el misionero que habla de Jesucristo, levantando el Crucifijo. También resalta en la fachada el escudo del que alentó la fundación del Colegio de Monte Sión, con su iglesia: D. Raimundo de Verí. 

Se nos abren las puertas de la iglesia y contemplamos, admirados, el grande y enorme retablo barroco también, obra del artista de Milán,  Camilo Silvestro Parrino. En la parte más alta del retablo vemos la figura de María, la que iba a ser elegida para ser Madre del Mesías, subiendo las escalinatas del Templo de Jerusalén, para ofrecerse a Dios, lo que se celebra el 21 de Noviembre, la Presentación de María en Monte Sión. Más abajo, se halla la imagen de María Reina, sentada, y teniendo en sus brazos a Jesús Rey, y a sus dos lados, las figuras de San Ignacio de Loyola, y de San Francisco Javier. Además, San Pedro y San Pablo, y más abajo, los cuatro evangelistas. Todos ellos llevan en sus manos y muestran la figura de un libro abierto. En todos los casos está claro por qué. Pero lo que resulta curioso es que San Francisco Javier también muestra un libro, aunque no escribió ninguno, a no ser que, con el libro, se quiera recordar que escribió cartas desde Portugal y desde las lejanas misiones de la India, del Japón y de la China que se iba acercando. Tal vez el libro que muestra Javier pudiera significar la Biblia con el Nuevo Testamento, que era el tema constante del Misionero Evangelizador. 

Francisco Jassu (o Jasso), Azpilcueta, Atondo  y Aznárez de Sada nació el 7 de Abril de 1506 en el Castillo de Javier, quince años después del nacimiento de Iñigo de Loyola. El Castillo que le dio su nombre está en Navarra cerca de Aragón. Su padre, Don Juan de Jasso, era de una distinguida familia, doctor en ambos derechos. Su madre, María de Azpilcueta, era una mujer rica y provenía de una familia distinguida desde antiguo. Francisco de Javier heredaba una posición social alta. Pero los acontecimientos políticos y las luchas entre familias, vividos por Francisco, le arrastraron a una posición menos brillante. Tal vez por eso, se fue a estudiar en la Universidad de París. Aquí estuvo once años. Se hospedaba en el Colegio de Santa Bárbara. Se graduó en Letras, después consiguió la licenciatura en Filosofía, y fue profesor en el colegio Dormans-Beauvais.  

Pero el gran acontecimiento de su vida parisiense fue el encuentro fortuito del que sería su gran amigo: el vasco, Ignacio de Loyola, que ya había encontrado a Jesucristo en su casa-madre, cuando estaba herido porque en Pamplona le estalló entre las piernas una bombarda francesa, y en su casa no se encontraron libros de caballería, ni novelas, sino solamente Vidas de Santos y de Cristo. Iñigo había pasado por varias Universidades: Alcalá, Salamanca, y así llegó a París, cansado de las persecuciones de la Inquisición española. Allí, en la misma habitación, se encontró con el impetuoso, inquieto, impaciente, orgulloso, Francisco Javier. Nació entre ellos una gran amistad. Iñigo, convertido en Ignacio, le fue elaborando, formando. Y así Francisco fue uno de los siete fundadores de la que debía llamarse “Compañía de Jesús”. Francisco fue probablemente el poeta que cantó el más puro acto de amor a Jesucristo: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido. / Ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte. / Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido. / Muéveme el ver tu cuerpo tan herido. / Muévenme tus afrentas y tu muerte. / Muéveme, al fin tu amor,  y en tal manera, / que, aunque no hubiera cielo,  yo te amara, / y, aunque  no hubiera infierno, te temiera. / No me tienes que dar porque te quiera. / Pues, aunque lo que espero, no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera”. 

Pemán recuerda muy bien, en sus sonoros versos, lo que Ignacio le iba diciendo y descubriendo: IGNACIO A JAVIER: “Te quiero siervo de Dios... / ¡pero sin jugar al santo!... Lo has de ser con menos brío: / cuando suena mucho el río / es porque hay piedras en él. / Virtud que se paladea / apenas si es ya virtud. /  No hay virtud más eminente / que el hacer sencillamente / lo que tenemos que hacer.../ El encanto de las rosas / es que, siendo tan hermosas,  / no conocen que lo son. / Pedro Fabro: en Javier fundo / mi ilusión y mi placer; /  que si yo gano a Javier, Javier me ganará un mundo... Vencida su inexperiencia / domada su vanidad / de él espero, si me es fiel, / milagros de santidad...” 

IGNACIO A JAVIER QUE MARCHA HACIA LAS INDIAS: “Pídele a Dios cada día / oprobios y menosprecios, / que a la gloria, aun siendo gloria / por Cristo, le tengo miedo... / Ni el rezo estorba al trabajo, ni el trabajo estorba al rezo. / Trenzando juncos y mimbres / se pueden labrar, a un tiempo, / para la tierra un cestillo / y un rosario para el cielo... / Mientras tanto, Javier mío, / porque no nos separemos, / llévame en tu corazón, / que en mi corazón te llevo”. 

Javier estaba transformado. Era la obra de Dios por medio de Ignacio, su amigo. Viajó, viajó siempre, durante toda su vida de activo misionero. Enseñaba, bautizaba, confesaba, creaba fe, esperanza, amor. La iglesia crecía cada día, viéndole a él, escuchándole. Para él no existía el país imposible. Y un día quiso conquistar la inmensa China. Navegó, llegó a una isla, veía la costa del continente firme. Se sintió enfermo. Es hermosa también la poesía de Pemán, en el Epílogo de su obra. Javier se siente agotado, y va hablando con su Dios. “Postrado a tus pies benditos,/ aquí estoy, Dios de bondades, / entre estas dos soledades / del mar y el cielo infinitos.../ Vencida de tanto hacer / frente al mar y a su oleaje, / ya va a rendir su viaje la barquilla de Javier.../  No puse nunca, Señor,/ la luz bajo el celemín... / Me diste cinco talentos /y te devuelvo otros cinco... / Cuida a mi gente española... / Y si algún día mi casta / reniega de Ti y no basta,/ para aplacar tu poder,/  en la balanza poner sus propios merecimientos.../ pon también los sufrimientos / que sufrió por Ti Javier... / Sí... no me ocultes tu rostro... / Ya va a buscarte tu siervo...” (Javier va dejando caer la cabeza...).  

Y murió, para seguir evangelizando el mundo, porque fue proclamado por el Papa Pío XI “Patrono Universal de las Misiones Católicas” el que solamente había sido misionero durante doce años. En Goa se conserva su cuerpo. Y he visto la fotografía de sus pies callosos, resecos, deformes, y debajo una inscripción que dice en inglés: “¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian el evangelio de la paz!”. He contemplado muchas veces en Roma, en la iglesia del Gesú, su brazo derecho  levantado, agotado, como  si estuviera dando la absolución, bendiciendo o bautizando. Javier murió a los 46 años.  Sin duda fue el Impaciente, pero un impaciente divino, que conmovió el mundo, los siglos y la historia habiendo vivido unos pocos años. Una buena forma de recordar a este gigante de la historia misionera en este año 2002, sería que en Palma y en algunos pueblos de Mallorca, y aun de toda España, se representara la obra de Pemán, “El Divino Impaciente”. Ojalá alguien  recoja  la idea.