MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA

Al Señor Cardenal Antonio María Rouco Varela
Arzobispo de Madrid
y Presidente de la Conferencia Episcopal Española

1. Con ocasión del encuentro homenaje de los sacerdotes españoles a San Juan de Ávila, con motivo del V centenario de su nacimiento, deseo hacer llegar un cordial saludo a los pastores y presbíteros de las diversas diócesis españolas que han querido conmemorar esta efeméride de manera solemne en la ciudad cordobesa de Montilla, junto al sepulcro de quien es el principal patrón del clero secular español.

Lo hago cuando aún vibra dentro de mi la experiencia de la visita a los Santos Lugares y, en particular, al Cenáculo, desde donde he enviado una carta a todos los sacerdotes mientras recordaba lo que ocurrió allí, aquella noche cargada de misterio, y tenía los ojos del espíritu puestos en Jesús y en los Apóstoles sentados a la mesa con Él (cf. A los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 2000, 2). Desde aquel entonces, “comenzó para el mundo una nueva presencia de Cristo, presencia que se da ininterrumpidamente donde se celebra la eucaristía y un sacerdote presta a Cristo su voz” (ibíd., 13). La celebración de ese encuentro ha de ser una nueva muestra de gratitud al Señor por el don de su permanencia entre los suyos a través del ministerio sacerdotal, del cual San Juan de Ávila es un modelo siempre actual.

2. En efecto, en un momento histórico lleno de controversias y de cambios profundos, Juan de Ávila supo hacer frente con entereza a los grandes desafíos de su época, de la manera que sólo los hombres de Dios saben hacer: afianzado incondicionalmente en Cristo, lleno de amor por los hermanos e impaciente por hacerles llegar la luz del Evangelio. Ese fue el misterio de su inmensa actividad apostólica, de su amplia producción literaria y de su creatividad en la tarea de evangelizar a todos los sectores de la sociedad. El ejemplo de su vida, su santidad, es la mejor lección que sigue impartiendo a los sacerdotes de hoy, llamados también a dar nuevo vigor a la evangelización en circunstancias que frecuentemente desconciertan por la rapidez de las transformaciones o la diversidad casi inabarcable de mentalidades y culturas, a veces entremezcladas en un mismo ambiente. Él nos enseña que hay una cultura del espíritu de la cual mana la serenidad y clarividencia necesarias para abordar las más intrincadas situaciones personales y pastorales, ayudando a distinguir los aspectos efímeros y superficiales de aquellos que señalan lo que verdaderamente dice el Espíritu a la Iglesia de hoy (cf. Tertio millennio adveniente, 23).

3. Imbuido de esta cultura, Juan de Ávila encontró el camino que dio plenitud a su vida y sentido a su actividad ministerial. Ninguna dificultad, ni siquiera el agravio de la persecución, le pudo apartar de lo que era más esencial en su vida: ser ministro y apóstol de Jesucristo. Eso mismo quiso transmitir a otros muchos, trabajando con denuedo para que los sacerdotes, con una vida interior profunda, una formación intelectual vigorosa, una fidelidad a la Iglesia indefectible y un afán constante por llevar Cristo a los hombres, respondieran adecuadamente al ambicioso proyecto de renovación eclesial de su tiempo.

Ante los retos de la nueva evangelización, su figura es aliento y luz también para los sacerdotes de hoy que, al ser administradores de los misterios de Dios, están en el corazón mismo de la Iglesia, donde se construye sobre base firme y se reúne en la caridad. Por eso, como muestra también la preocupación de Juan de Ávila por todos los sectores que componen y enriquecen la comunidad cristiana, el sacerdote lleva sobre sí el signo de la universalidad que caracteriza a la Iglesia de Cristo, en la cual todos los carismas son bien recibidos y nada ni nadie ha de sentirse incomprendido o relegado en la única comunidad eclesial.

4. Con estos sentimientos, deseo expresar mis mejores deseos para que ese encuentro refuerce los lazos de fraternidad entre los sacerdotes y la íntima comunión con sus Obispos, les afiance su vocación y puedan así servir mejor al pueblo de Dios que peregrina en las diversas zonas de España con generosidad, “en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en la palabra de verdad, en el poder de Dios” (2 Co 6,6-7). Mientras pongo a los asistentes a ese encuentro, así como a los demás sacerdotes españoles, bajo los cuidados maternales de la Virgen María y pido, por intercesión de San Juan de Ávila, que el Señor siga llamando a muchos hijos de esa noble tierra a proclamar el Evangelio, dentro y fuera de sus confines, les imparto complacido la Bendición Apostólica.

Vaticano, 10 de mayo de 2000, memoria litúrgica de San Juan de Avila

IOANNES PAULUS, PP. II