AUDIENCIA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS HERMANAS DE SAN FÉLIX DE CANTALICIO
CON MOTIVO DE SU XXI CAPÍTULO GENERAL


Viernes 16 de junio de 2000

 

Queridas hermanas: 

1. "Gracia y paz a vosotros de parte de aquel que es, que era y que va a venir" (Ap 1, 4). Me alegra de modo especial daros la bienvenida, mientras estáis reunidas con ocasión del XXI capítulo general de la congregación de las Hermanas de San Félix de Cantalicio, que tiene lugar en el año del gran jubileo. Este es un año durante el cual toda la Iglesia alaba a Dios por el don del Verbo hecho carne y celebra la Encarnación no sólo como un acontecimiento del pasado, sino también como el modo de amar de Dios en todo tiempo y lugar. También entre las Hermanas Felicianas el Verbo ha puesto su morada con profundidad y fuerza; demos gracias al Padre de toda misericordia por las maravillas que ha realizado entre vosotras.

2. Vuestra congregación nació en Polonia, durante un período turbulento. La nación había perdido su independencia, y la cuestión de cómo recobrar la libertad ardía en el corazón de los polacos. Para algunos, la única respuesta era la lucha armada; pero todo intento de rechazar con la fuerza el yugo de la opresión llevó sólo a un mayor sufrimiento. En aquella situación, Dios suscitó a la beata María Ángela Truszkowska, que propuso una respuesta radicalmente diferente a la cuestión de cómo recobrar la libertad, inspirándose en san Francisco de Asís y en san Félix de Cantalicio. De ellos vuestra fundadora aprendió que el camino hacia la verdadera libertad no era la violencia, sino el despojo gozoso de sí mismo. Esta no era la lógica del mundo, sino la del Hijo de Dios, que "se despojó de sí mismo tomando condición de siervo" (Flp 2, 7); esto caracterizó toda la vida de la beata María Ángela y ayudó a una nación a despertarse de su letargo espiritual.

La lógica de la Encarnación llevó al gran san Francisco a despojarse de todas las cosas, para poseerlas todas en Dios. Por eso aceptó las heridas de la cruz, imitando gozosamente al Salvador sufriente. Esa misma lógica llevó a san Félix a recorrer las calles de Roma como "el burro de los capuchinos", mendigando comida para sus hermanos, respondiendo siempre con su famoso Deo gratias y alimentando a los pobres con su saco de limosnas. Y esa misma lógica llevó a la beata María Ángela a sumergirse en el sufrimiento de su tiempo, abrazando a "los pequeños" con una vida de acción enraizada intensamente en la contemplación. Ese estilo de vida la situó firmemente en una tradición de santidad que se remontaba, a través de san Félix y san Francisco, al mismo Señor crucificado.

Vuestra fundadora llevaba a menudo a los niños que estaban a su cuidado a la iglesia de los capuchinos de Varsovia, donde se halla la imagen de san Félix con el Niño Jesús en brazos. En la figura del santo Niño la beata María Ángela reconocía a "los pequeños" a quienes estaba llamada a servir. Sabía que san Félix tenía el Niño Jesús en brazos porque, al cargar el peso de los necesitados, había llevado en sus brazos al mismo Cristo pobre; y ella reconocía en esa actitud su propia llamada. Al tomar sobre sí el peso de los más débiles, ella y sus hermanas llevarían en brazos al "pequeño" Señor Jesús. Además, la beata María Ángela sabía que había sido María quien había puesto al santo Niño en los brazos de san Félix, y que precisamente María estaba poniendo a su Hijo niño en los brazos de las Hermanas de San Félix. Por eso, hizo muy bien en dedicar la congregación al Corazón Inmaculado de María.

3. Sin embargo, la espada que atravesó el corazón de María (cf. Lc 2, 35), también atravesó el corazón de vuestra fundadora. "Amar significa dar -escribió-, dar todo lo que el amor nos pida, dar inmediatamente, sin quejarnos, con alegría, y deseando que se nos pida aún más". La beata María Ángela, siguiendo la lógica de la Encarnación y llevando en brazos al Señor mismo, se convirtió en una víctima de amor. Paso a paso subió al monte Calvario por un camino de sufrimientos tanto físicos como espirituales, hasta que su vida fue abrasada por el misterio de la cruz.

A medida que penetraba más profundamente en la oscuridad del Calvario, aumentaba su insistencia en que la devoción a la sagrada Eucaristía y al Corazón Inmaculado de María debía ocupar el centro de la vida de la congregación. Dejó como herencia a sus hermanas el lema:  "Todo a través del Corazón de María en honor del santísimo Sacramento". En sus largas horas de oración ante el santísimo Sacramento aprendió que ella y sus hermanas estaban llamadas a "conformarse a la muerte del Señor" (Flp 3, 10), para convertirse en Eucaristía. En la Madre de Cristo la beata María Ángela reconoció a la que había participado con mayor intensidad en la pasión de su Hijo, y supo que esa era también la vocación de sus hermanas. En María Inmaculada reconoció a la mujer del Magnificat, la mujer que, despojándose de sí misma, permitió que Dios la colmara de la alegría del Espíritu Santo. Esta debía ser la vida de las Hermanas de San Félix.

4. Nuestro mundo es muy diferente, pero no es menor el desafío que nos plantean el letargo espiritual de nuestro tiempo y la cuestión de la verdadera libertad. Es deber sagrado de la Iglesia proclamar al mundo la respuesta auténtica a esta cuestión; y los religiosos y las religiosas desempeñan un papel fundamental en esta tarea. Para las Hermanas Felicianas esto debe significar una fidelidad cada vez más radical al programa de vida que os ha legado vuestra fundadora, pues si no vivís esta fidelidad, también  vosotras  podéis ser víctimas de la confusión espiritual de nuestra época, y pueden manifestarse entre vosotras la ansiedad y la desunión, que son sus frutos.

Por tanto, queridas hermanas, en este tiempo crítico de la vida de vuestra congregación, os exhorto a comprometeros a vivir durante este capítulo general un culto más fervoroso al santísimo Sacramento, una devoción más profunda a María Inmaculada, y un amor más radical al carisma de vuestra fundadora. Abrazad la cruz del Señor, como hizo la beata María Ángela. Entonces, llegaréis a ser Eucaristía. Toda vuestra vida cantará el Magníficat. Vuestra pobreza rebosará de "la inescrutable riqueza de Cristo" (Ef 3, 8). Encomendando al capítulo general y a toda la congregación a María, Madre de los dolores y Madre de todas nuestras alegrías, y a la intercesión de san Francisco, de san Félix y de vuestra beata fundadora, de buen grado os imparto mi bendición apostólica como prenda de gracia y de paz sin límites en Jesucristo, "el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos" (Ap 1, 5).